Por: Jesús Ramón Juárez González
Son apenas las 8 de la noche y el cielo se ve iluminado por los rayos claros de la luna llena. Se escucha un llanto desde lo profundo del bosque. El llanto se hace más extenso y sonoro; pero nadie se ve por las veredas. Nadie se atrevería a traspasar el bosque a esas horas. Hasta los animales han dejado de emitir sus clásicos sonidos; todo queda en silencio por momentos. Unos segundos de silencio y nuevamente aquel llanto lastimero. Don Melquíades, el viejo guardabosques que vive en la cabaña a la entrada del bosque toma su escopeta y dirige sus pasos hacia el bosque. Camina largos trechos y se detiene tratando de ubicar el lugar exacto de donde sale el llanto.
Al llegar a lo más profundo del bosque, Don Melquíades se detiene; ya no se escucha nada. Los animales denotan su presencia con sus peculiares sonidos y ruidos al correr por entre la maleza. Mira hacia todos lados tratando de avistar algo entre los árboles; pero nada, quien emitía aquel llanto pareciera se lo hubiera tragado la tierra. Nada extraño se escuchaba en el lugar. Don Melquíades decide regresar a su casa pero de pronto alcanza a ver una pequeña luz que se mueve alejándose del bosque. La sigue y doscientos o trescientos metros adelante aquella lucecita empieza a crecer y a crecer hasta convertirse en una enorme fogata, justo a unos metros de la casa del viejo guardabosques.
Don Melquíades se acerca a ella y observa extrañado a dos pequeñas figuras humanas que corren una tras otra alrededor de la misma. Son dos niños de escasos 6 años que lo ven e invitan a jugar con ellos a la luz de la fogata. ¿Qué hacen aquellos niños entre el bosque? ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen?, se preguntó rápidamente don Melquíades tentado a gritarles a los dos pequeños para que volvieran a sus hogares. Pero algo extraño sucedía. A cada vuelta alrededor de la fogata, aquellos niños crecían como cinco centímetros de estatura. Y de nuevo lanzaban sus lastimeros llantos. Intrigado, el anciano se acercó hasta la fogata y al percatarse de lo que sucedía con los niños, se cruza en su camino y los detiene por los brazos. “Quiero que se vayan a sus casas en este preciso instante” –les dijo sin soltarlos. Pero una sonrisa -ente pícara y maliciosa- afloró de los labios de los pequeños safándose de las manos de don Melquíades.
En ese momento el guardabosque experimenta una extraña sensación en su cuerpo. Un escalofrío recorre su piel y sus manos casi sueltan la escopeta que recién había recuperado del suelo. No era normal aquello pensó. Algo raro estaba sucediendo en el bosque aquella noche. Llevaba más de 20 años cuidándolo y nunca había enfrentado una situación como aquella. Volvió sus pasos sobre los niños y con voz entrecortada por la sorpresa les inquirió sobre quiénes eran y de dónde venían, pues nunca los había visto por ahí, y menos a tales horas.
Los dos niños volvieron a sonreír de aquel modo tan extraño y a diferencia de la vez anterior ahora soltaron sonoros llantos como si el dolor les estuviera calando las entrañas. ¿Por qué reaccionaban ahora de esa forma?, se preguntó Don Melquíades y pronto tuvo la respuesta. De todas partes comienzan a salir niños de la misma edad que los dos con quienes se había encontrado junto a la fogata. Todos sonríen ahora como si entonaran paradisíaca canción de amor.
Pasan diez, quince minutos y Don Melquíades no atina a moverse del lugar en que se encontraba parado. Estupefacto por la situación sólo atina a llevarse la mano a la cabeza y rascarse pensativo como buscando una respuesta a todo lo que estaba viviendo esa noche de luna llena. ¿Quién le creería aquella aventura? Difícilmente, pero eso no le preocupaba por el momento. Necesitaba respuestas e intentó nuevamente dialogar con los dos primeros niños de su encuentro. Sin embargo, no volvió a obtener ningún resultado. Tal parecía que aquellos seres no tenían la habilidad del habla, así que decidió abandonar la pesquisa por ese medio.
A la media hora de haber iniciado la aparición de las otras decenas de niños, éstos decidieron marcharse por donde habían llegado. Entonces Don Melquíades decidió seguirlos de cerca para saber de donde venían y averiguar más acerca de ellos. Enfiló sus pasos por entre las veredas y en pleno centro del bosque vio cómo desaparecían poco a poco aquellos pequeños conforme iban llegando. Ya no se notaban agresivos ni sarcásticos. Ahora se despiden con una leve sonrisa y un ligero movimiento de manos. Se van y no dejan una respuesta para don Melquíades. Este regresa a su cabaña seguro de no volver a encontrarse con esos seres tan especiales que ha conocido. Entra a la cabaña y se dirige a dormir pues el día ha sido algo emotivo y estresante.
En pocos minutos queda profundamente dormido con una sonrisa bien dibujada en sus labios. Minutos después unas lucecitas merodean por la ventana. Unos ojos entre alegres y sufridos se asoman tratando de llamar la atención del viejo guardabosque. Pero está profundamente dormido y no se da cuenta de lo que pasa fuera de la cabaña.
Los niños se muestran inquietos; pero no hablan, ni hacen ruido alguno. Parece que flotaran en el espacio. Se alejan un poco rumbo al bosque y comienzan a llorar lastimeramente. No pasa ni un minuto de llanto de los niños cuando Don Melquíades despierta alarmado. “¿Qué sucede ahora?” –se pregunta somnoliento e intrigado. “Veré qué pasa allá afuera”. Sale apresuradamente con la escopeta en una mano y la linterna en la otra. Se dirige al lugar de donde provienen los llantos y observa que son los mismos pequeños de hacía unos minutos. Entonces les pregunta cuál es la razón de haberlo despertado siendo tan noche. “La maldad no duerme”, le contestaron, “y usted es el único que puede combatirla con sabiduría y mucha inteligencia”.
El anciano guardabosques se extraña aun más ante aquella revelación. Cómo es posible, piensa, que él tenga esa responsabilidad tan grande. “Pero, ¿contra quién o quiénes era la lucha que debería entablar?” –les pregunta a los dos niños. “Usted sabe –le contesta uno de los niños- que los bosques guardan grandes tesoros y riquezas que son ambición de muchas personas. Pues se las quieren llevar. Pero si lo hacen, ¿dónde viviremos nosotros? Por eso es que le pedimos nos salve de la destrucción total. Queremos seguir viviendo hasta ser como usted, grandes y sabios”.
Al escuchar aquellas palabras suplicantes, el anciano se conmueve y sus ojos reflejan pequeños destellos de impotencia ante aquella petición. Jamás en sus más de veinte años de guardabosque había enfrentado tan delicada situación. ¿Qué haría? ¿Cómo, siendo tan viejo y solo en aquellos parajes solitarios, podría vencer a esa maldad de la que hablan los pequeños moradores del bosque? Guarda silencio unos segundos y dice en tono melancólico: “Gracias por confiar en mí, pero creo que sólo no podré hacer gran cosa contra las fuerzas del mal que los amenaza. Pediré ayuda a las autoridades forestales y judiciales. Espero que puedan hacer algo por ustedes”.
Pasaron los días y la situación no cambiaba en el bosque. Aquellos llantos lastimeros se escuchaban cada vez más frecuentes todas las noches. Don Melquíades ya casi no dormía; sus ojos irritados por tantos desvelos parecían dos lagunas a punto de secarse. El llamado que hizo a las autoridades sobre el problema del bosque no tenía eco. Nadie se había preocupado por lo que sucedía en sus entrañas, y aquel pobre guardabosque miraba pasar las horas y los días en un mar de desconsuelo. Todo lo que había construido se derrumbaba irremediablemente. Ya sin fuerzas, el pobre viejo decidió internarse en lo más profundo del bosque y terminar ahí su ya cansada vida. ¿Quién podría ayudar ahora a los pobres pequeñines? Esperamos que surja un héroe que quiera adoptarlos y luchar junto a ellos por conservar el bosque y con ello la propia vida… ¡Así sea!.
M.C. JESÚS RAMÓN JUÁREZ GONZÁLES. Profesor Tiempo Completo y Tutor de Comunicación
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