jueves, 13 de octubre de 2011

Crónica: Defeños por una semana

Por Jorge Esteban Herrera

     En los nuevos medios de comunicación, las redes sociales se han convertido en una plataforma que exhibe las intimidades del usuario. Los discursos gozan del la incoherencia que sólo el azar produce. Por la mañana uno lee que algún amigo(a) descubre que los planetas se han alineado en secreto y le brindan un panorama alentador; por la tarde, nos enteramos que el raro fenómeno planetario, únicamente duró algunos minutos y pronto la vida de nuestro interlocutor perdió esa felicidad.

     La tarde del 5 de marzo, mi cuenta de Facebook se había congestionado de notificaciones. No se necesitaba revisar todas para saber sobre qué versaba cada una de ellas: el viaje a la ciudad de México; aunque se trataba de un viaje de estudios, cuyo objetivo principal era visitar las televisoras de la capital mexicana, muchos se dieron a la tarea de asignarle, a la visita, una serie de objetivos específicos; de pronto, aparecían tours a lugares cuya distancia se medía en horas.

      Cerca de las 10 de la noche aparecían mensajes cada vez más efusivos: había un deseo irrefrenable por ya estar a bordo del camión y enfilar al centro del país. Esa fría noche de marzo, algunos pudieron sacar el perímetro y el área del techo de su cuarto, en espera de que el cálculo mental los direccionada hacia el sueño y acortara las horas para emprender el viaje.

     Al día siguiente, a las 8 de la mañana, nos debíamos reunir en la universidad. Antes de irme, revisé Facebook, esperando encontrarme con comentarios que testificaran que mis compañeros habían vencido al sueño; lo que me encontré me sorprendió más. Algunos aceptaron que dormir era un estado, que esa noche no entraría en ellos y decidieron improvisar un concurso de fotografía. El ganador sería el que saturada la imagen con más elementos en forma de equipaje. La competencia fue reñida. Las maletas, bolsas y mochilas, clarificaban que iban al viaje con la preparación de un explorador inglés. Una de las fotos mostraba una enorme y abultada bolsa que estaba apunto de desgarrarse. Lo más seguro es que llevaban tanques de oxígeno. Los 2240 msnm de la ciudad de México era un dato de sugestión respiratoria.

    Otras maletas mostraban elementos amorfos, (posiblemente) únicamente comprensibles para exponentes del cubismo. Debajo de unas de esas fotos, había un comentario que se aventuraba a vaticinar que dentro de la maleta había un microondas, comida congelada y tortillas. La suposición era tan coherente, como suponer que la mayoría tenía una enorme desconfianza gastronómica hacía las comidas del centro del país. La idea de cambiar el matiz blanco de las tortillas de la región, por el maíz iridiscente de la capital; en extremis, comer bollillos, tortas de tamal, quesadillas de flor de calabaza, y caldo tlalpeño les asustaba.

     Al llegar a la escuela, el maletero del autobús comenzó a congestionarse de equipaje. Se volvió todo un desafío de la física mecánica, el que ese coloso con ruedas pudiera moverse. Los choferes del camión lo intuyeron y algunas maletas terminaron con el sello verbal de “favor de regresar al remitente”. No había espacio para que el viaje a las televisoras, cambiara de nombre a “odisea por la capital”

     Una hora fue más que suficiente parámetro, para esperar a los que faltaban y también evidenciar que el termómetro ambiental se elevaba. Era momento de partir.

     A las afueras de una caseta de peaje, además del olor a tabaco, se respiraba el de las sales marinas. Había un doble signo inequívoco en lo que nuestra nariz percibía: llevábamos tantos kilómetros recorridos como para estar muy cerca de Mazatlán. Ahí sería la primera parada.

     Llegamos a la ciudad,  y nos dieron 2 horas para comer. Cuando entramos a la plaza deambulamos hasta 3 veces por los locales de comida. Todos los menús nos parecían insaboro. Necesitábamos de un platillo lo suficientemente jugoso como para que a los días nos recordara que no habíamos perdido el sabor de la comida del estado.

     A mitad de la comida, unas muchachas nos entrevistaron acerca de nuestros hábitos alimenticios. Se presentaron como alumnas de la Escuela superior de las Bellas Artes. No nos sorprendió que nos cuestionaran por nuestra torpeza para alimentarnos y de no tener la pericia nutricional, como para medir cuantas kilocalorías y proteínas ingeríamos, sino que el nombre de Bellas Artes venía a buscarnos hasta ese lugar. Era un recordatorio que al día siguiente estaríamos a unas cuantas calles de distancia.

     Un leve momento de silencio nos permitió darnos cuenta que nuestra conversación no se sincronizaba con la de las personas de la plaza. La de nosotros obedecía a la gramática de los verbos en futuro; ellos conjugaban en tiempos verbales a la italiana: il futuro prossimo.

     Esa misma noche, el puerto se iluminaría en medio de un juego de luces carnavalescas, acompasado de música de banda, para coronar a la reina del carnaval. Mientras que para esas horas, nosotros estaríamos en algún lugar únicamente localizable con GPS.

     Nos despedimos de Mazatlán, viendo como las fotos de las candidatas a reina se perdían en la distancia. Después de ver esos rostros, lo único que nuestras pupilas apreciarían, sería el relieve de la carretera.

     Pasaron varias horas, y el horizonte sufrió la metamorfosis que sólo el día exhibe. Al entrar a Nayarit, el cielo se había teñido de un color salmón; 1 hora después, todo estaba oscuro. Cerca de las 11 de la noche, llegamos a Guadalajara. Nos acercamos a una carreta a cenar. Había tacos de carnitas, coca cola en envase de vidrio con un tamaño desconocido; a lo lejos, alguien sacaba un cigarro de una cajetilla con la figura de un círculo rojo. Estábamos muy lejos de casa.

     Cuando la luz del autobús se apagó, todos comprendieron que lo único que se podía hacer era dormir. Nadie creyó lo contrario. La relativa calma fue acompañada del ruido del camión, que resultaba arrullador. Al poco tiempo de haberme dormido, desperté. Seguíamos en Guadalajara. El insomnio había entrado en mí. Lancé la vista a la ventana y vi una ciudad repleta de iluminación artificial. Circulamos por avenidas que perdían su orientación rectilínea para ascender una pendiente, al mismo tiempo que se podía observar cuesta abajo, una vasta ciudad repleta de incontables luces. A los 30 minutos, la monotonía lucífera había generado la sensación de que el tiempo se detenía. El recorrido se prolongaba una y otra vez. Las calles con tendencias de montaña rusa se habían convertido en un recorrido cuya culminación era incierta. Muy pocos alumnos seguían despiertos; los que lo estaban, cerraban los ojos aferrándose a un sueño disímil.

     Observé una caseta de cobro, y a los minutos volví a verla. Pensé en un deja vu. Una voz que salía de la caseta daba las buenas noches de la misma manera que 15 minutos antes la había pronunciado. Nos habíamos perdido y regresábamos al mismo lugar. El extravío era aviso que en el D.F. nos sucedería lo mismo.

     La persona de la caseta dio las indicaciones de cómo salir de la ciudad. El autobús tomó una ruta que me resultó desconocida. Era la correcta. El sueño se presentó en el instante que nos apartábamos del laberinto vial y enfilábamos al centro del país.

     Nos despertamos con una sensación de haber escalado montañas con movimientos de sonámbulo. Una gélida niebla cubría la ciudad en turno. El aire se respiraba diferente. Una voz dentro del camión vociferó que nos encontrábamos en Querétaro; en un OXXO, un periódico corrigió la vaga ubicación: Santiago de Querétaro, la capital. La geografía apreciable a la distancia, informaba que nos faltaba ascender 1000 metros de altura para llegar a nuestro destino. Alguien le preguntó al profesor Camilo cuántas horas faltaban. Con el reloj de la experiencia predijo entre 3 o 4.  A muchos el rostro se les heló aún más; mientras que para la mayoría era un tiempo confortable para dormir otro rato.

     Por un momento imaginé la escena, de algunas compañeras preguntándole a Camilo, cada 500 metros cuánto faltaba para llegar al D.F. No se presentó tal cuestionamiento; probablemente ésa fue la razón para que el viaje se hiciera rápido.

     Asimilamos nuestra llegada a la ciudad de México, cuando la parsimonia de un tráfico inacabable frenó al autobús. En un período de poco más de 1 hora, muchos de mis compañeros se sintieron atrapados en un ambiente vehicular del que sólo conocían por los noticieros matutinos. Por las ventanas se podía ver todo menos movimiento.

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